“No es oscura la tiniebla para ti, pues ante ti la noche brilla como el día.” (Sal 138-12)

Evangelio del día
¿Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

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Sábado, 20 De Abril

Sábado Santo, En la noche : Santa Vigilia Pascual

Santa Inés Montepulciano

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Libro del Exodo (14,15-31.15,1a.)
Después el Señor dijo a Moisés: «¿Por qué me invocas con esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha.
Y tú, con el bastón en alto, extiende tu mano sobre el mar y divídelo en dos, para que puedan cruzarlo a pie.
Yo voy a endurecer el corazón de los egipcios, y ellos entrarán en el mar detrás de los israelitas. Así me cubriré de gloria a expensas del Faraón y de su ejército, de sus carros y de sus guerreros.
Los egipcios sabrán que soy el Señor, cuando yo me cubra de gloria a expensas del Faraón, de sus carros y de sus guerreros».
El Angel de Dios, que avanzaba al frente del campamento de Israel, retrocedió hasta colocarse detrás de ellos; y la columna de nube se desplazó también de delante hacia atrás,
interponiéndose entre el campamento egipcio y el de Israel. La nube era tenebrosa para unos, mientras que para los otros iluminaba la noche, de manera que en toda la noche no pudieron acercarse los unos a los otros.
Entonces Moisés extendió su mano sobre el mar, y el Señor hizo retroceder el mar con un fuerte viento del este, que sopló toda la noche y transformó el mar en tierra seca. Las aguas se abrieron,
y los israelitas entraron a pie en el cauce del mar, mientras las aguas formaban una muralla a derecha e izquierda.
Los egipcios los persiguieron, y toda la caballería del Faraón, sus carros y sus guerreros, entraron detrás de ellos en medio del mar.
Cuando estaba por despuntar el alba, el Señor observó las tropas egipcias desde la columna de fuego y de nube, y sembró la confusión entre ellos.
Además, frenó las ruedas de sus carros de guerra, haciendo que avanzaran con dificultad. Los egipcios exclamaron: «Huyamos de Israel, porque el Señor combate en favor de ellos contra Egipto».
El Señor dijo a Moisés: «Extiende tu mano sobre el mar, para que las aguas se vuelvan contra los egipcios, sus carros y sus guerreros».
Moisés extendió su mano sobre el mar y, al amanecer, el mar volvió a su cauce. Los egipcios ya habían emprendido la huida, pero se encontraron con las aguas, y el Señor los hundió en el mar.
Las aguas envolvieron totalmente a los carros y a los guerreros de todo el ejército del Faraón que habían entrado en medio del mar para perseguir a los israelitas. Ni uno solo se salvó.
Los israelitas, en cambio, fueron caminando por el cauce seco del mar, mientras las aguas formaban una muralla, a derecha e izquierda.
Aquel día, el Señor salvó a Israel de las manos de los egipcios. Israel vio los cadáveres de los egipcios que yacían a la orilla del mar,
y fue testigo de la hazaña que el Señor realizó contra Egipto. El pueblo temió al Señor, y creyó en él y en Moisés, su servidor.
Entonces Moisés y los israelitas entonaron este canto en honor del Señor:

Libro del Exodo (15,1b-2.3-4.5-6.17-18.)
«Cantaré al Señor, que se ha cubierto de gloria:
él hundió en el mar los caballos y los carros.
El Señor es mi fuerza y mi protección,
él me salvó.
El es mi Dios y yo lo glorifico,
es el Dios de mi padre y yo proclamo su grandeza.

El Señor es un guerrero,
su nombre es «Señor».
El arrojó al mar los carros del Faraón y su ejército,
lo mejor de sus soldados se hundió en el Mar Rojo.

El abismo los cubrió,
cayeron como una piedra en lo profundo del mar.
Tu mano, Señor, resplandece por su fuerza,
tu mano, Señor, aniquila al enemigo.

Tú lo llevas y lo plantas en la montaña de tu herencia,
en el lugar que preparaste para tu morada,
en el Santuario, Señor, que fundaron tus manos.
¡El Señor reina eternamente!»

Carta de San Pablo a los Romanos (6,3-11.)
Hermanos:
¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte?
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva.
Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección.
Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado.
Porque el que está muerto, no debe nada al pecado.
Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.
Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre él.
Al morir, él murió al pecado, una vez por todas; y ahora que vive, vive para Dios.
Así también ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.

Evangelio según San Lucas (24,1-12.)
El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado.
Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro
y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes.
Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?
No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea:
‘Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día'».
Y las mujeres recordaron sus palabras.
Cuando regresaron del sepulcro, refirieron esto a los Once y a todos los demás.
Eran María Magdalena, Juana y María, la madre de Santiago, y las demás mujeres que las acompañaban. Ellas contaron todo a los Apóstoles,
pero a ellos les pareció que deliraban y no les creyeron.
Pedro, sin embargo, se levantó y corrió hacia el sepulcro, y al asomarse, no vio más que las sábanas. Entonces regresó lleno de admiración por lo que había sucedido.

Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.

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San Agustín (354-430)

obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia

Segunda Homilía para la Noche de Pascua; PLS 2, 549-522

“No es oscura la tiniebla para ti, pues ante ti la noche brilla como el día.” (Sal 138-12)

Nuestra condición mortal nos obliga a dormir para restaurar las fuerzas, y por tanto, interrumpir nuestra vida por esta imagen de la muerte que es el sueño, aunque nos deje una brizna de vida. Así, todos los que viven en la castidad, en la inocencia y en el fervor se preparan, sin duda alguna, a la vida de los ángeles. Como contrapartida de la muerte encuentran la eternidad… Ahora, hermanos míos, escuchad algunas palabra que voy a decir sobre la vigilia que celebramos esta noche:
Nuestro Señor Jesucristo ha resucitado de entre los muertos al tercer día. Ningún cristiano tiene duda alguno sobre este particular. Los santos evangelios atestiguan que este acontecimiento tuvo lugar esta noche… Nosotros subimos de las tinieblas a la luz y no de la luz a las tinieblas. El apóstol Pablo nos exhorta: “La noche está muy avanzado, el día se echa encima, despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (Rm 13,12) … Velamos, pues, esta noche en que el Señor resucitó y en la que comenzó en su propia carne la vida eterna de la que os he hablado ahora mismo, la vida que no conoce ni fatiga ni muerte. La carne que resucitó del sepulcro ya no muere más ni caeré de nuevo bajo la ley de la muerte.
Las mujeres que le amaban vinieron, de madrugada, a la tumba. En lugar de encontrar su cuerpo, oyeron a los ángeles anunciar la resurrección. Está claro, pues, que resucitó durante la noche que precedía esta aurora. Así, aquel cuya resurrección celebramos en nuestras vigilias prolongadas, nos dará participar en su reino en una vida sin fin. Y cuando, a la hora de nuestra vigilia, su cuerpo todavía está en la tumba, antes de resucitar, nuestra vigilia conservaría todo su sentido ya que se durmió para despertarnos, él que murió para que nosotros vivamos.

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